A principios del s. XX había muchas cosas por inventar o a mejorar. Los electrodomésticos, por ejemplo, era una de estas cosas. ¿Qué podían ser estos objetos domésticos a los que llamaban frigoríficos, lavadoras, fregaplatos o batidoras? Todo esto era nuevo para los hogares o, por lo menos, para los hogares que empezaban a tener electricidad. El mercado se sorprendía con cada nuevo invento. Cuando no había tostadoras, la primera tostadora tenía un mercado grande por ocupar. La oferta era inferior a la demanda. Esta situación era un lujo para los fabricantes. Una persona ingeniosa tenía una ocurrencia, la desarrollaba en su taller, la patentaba y, si el invento era viable económicamente, lo suficientemente consistente como tecnología y captaba la atención de los consumidores por las comodidades que les ofrecía, resultaba relativamente fácil venderlo. La competencia no era el problema. El problema era la fabricación. Lo importante de las primeras tostadoras era que funcionaran; su diseño era secundario. Las personas, si lo querían, ya se adaptarían
Esta situación se prolongó hasta bien entrado el s. XX. Sin embargo, en los años 80s algo estaba ocurriendo. El mundo se había estado globalizando y las reglas del juego competitivo estaban cambiando. La producción en serie seguía funcionando pero países como Japón y otros ‘tigres asiáticos’ amenazaban con sus bajos precios a los productores americanos y europeos. Se estaba produciendo un punto de inflexión en la dinámica de los mercados. Occidente tenía que encontrar nuevas maneras de competir.
A la entrada del s. XXI, la narrativa sobre la innovación se estaba imponiendo. La batalla comercial ya no se ganaba en las fábricas sino en los departamentos de I+D, de marketing y de comunicación. Si innovar era una solución, bueno, pues parece que habría que innovar. Pero, innovar costaba dinero. ¿Cómo asegurarse de que las innovaciones tendrían acogida en un mercado saturado de cosas y el esfuerzo por innovar habría merecido la pena?